Yuriria Rodríguez Castro
El ajedrez me apasiona, pero no sé jugarlo; al ver todas esas figuras simbólicas en incomprensible dualidad, las miradas clavadas en el tablero; la cantidad de horas invertidas en tomar una decisión, me recuerda que jamás he tardado tanto en decidir algo.
El dominó es algo distinto, lo juego muy bien y desapasionadamente, casi con sólo arrojar las fichas al tablero puedo ganar, es mucho más intuitivo y escandaloso; lo practicamos aquellos que no tuvimos una formación demasiado intelectual. En él, casi siempre vencí por ser peor y rodearme de los peores; mis adversarios eran sucios, fumaban y bebían mientras arrojaban con desprecio la mula de seises, después de carcajearse y eructar. Cuando escuchaba esos rectángulos de marfil chocar entre sí, era el momento de la violencia calculada: cuadrar, cerrar, ahorcar, pasar para dominar. Todo por el efímero placer de un juego repulsivo.
Ahora, mi memoria está llena de jugadas, no de tácticas; de circunstancias, no de estrategias; cuento lo que hay, no calculo lo que puede ser, por eso no sé ajedrez. Pero cuando veo esas figuras defender erguidas la dignidad de su pieza más frágil: el rey, me dan ganas de abandonar las insulsas “manos” donde yo iniciaba y terminaba todo. Una de estas noches (porque el dominó es juego nocturno) cuando esta pasión me haya vencido; si caigo en un tugurio, bar o cantina, ahí donde hasta los inconscientes borrachos pueden jugarlo todo, les llevaré un alfil negro a los perdedores.
Texto protegido por derechos de autor (INDAUTOR)
No hay comentarios:
Publicar un comentario