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Evite imitaciones y plagios que proyectan falta de creatividad; nadie más le ha hablado ni le hablará de la entrepierna como nosotros lo hacemos. Somos los pioneros en este concepto, no se separe, no deje de estar entrepiernado con nosotros. Es un gusto...



Su editora desde 2009, Yuriria Rodríguez Castro.



martes, 3 de agosto de 2010

Las Malvinas

Yuriria Rodríguez Castro

Una buena parte de mi pasado está lleno de corredores oscuros en un teatro. Me dediqué a actor y luego a payaso; tú sí lo recuerdas con claridad, tenías el boleto en la mano cuando te veía sentarte en la butaca desde donde me lanzabas algún desperdicio. Yo no tuve opción, a mí me empujaron al escenario, nunca vi quién; estaba lo suficientemente oscuro para identificar al agresor, y ahora está más oscuro para distinguir su sombra.


Pero quiero que sepas que de donde vengo solo hay tres oportunidades: la primera, la segunda y la tercera llamada. Comenzamos. Y luego el final.



Acéptalo: me colocaba una nariz tan grande como mis zapatos para hacer mi patético acto en el que llenaba de agujas a una muñeca idéntica a ti y tú gritabas de entre el público.

O aparecía con una flor en el trasero, que luego regaba para provocar la risa del público. Juré no dejar de actuar, pero una noche vomité en el guión y nunca tuve buena memoria para recordar los diálogos. Esa noche de estreno renuncié al ritual nocturno.

Desde entonces, ya no puedes ignorarme, te sorprendió mi capacidad de abandono, te pareció tan cercano al amor eso de renunciar a lo amado. Me viste escapar de quienes me admiraban, y de mis críticos más voraces; incendiar el telón y golpear las butacas. Huir como huyen los artistas fastidiados por la belleza predecible.

Ahora termino la Universidad y el mural de aerosol en el suburbio donde crecí ya fue borrado, ¿te acuerdas?, aquel donde Carlos Salinas de Gortari se inyectaba heroína mientras el país se caí todo. Cuántas veces me drogué mirando ese mural callejero, cuántas fui a la vecindad en Peralvillo, donde cada cuarto era como un ropero viejo, del que salía una niña tuerta que me recibía sonriente antes de darle aviso a la mujer que me vendía droga.

Reconóceme ahora que la máscara me persigue sin fin, que no creo en esos mitos disfrazados, ni en esas oportunidades. Te amo, mientras envidio el paisaje de hielo que contemplas; quiero andar la nieve como tú.

Recorrer el frío como una llama desolada, como el agua que no quiso correr, como el viento que se congeló hasta caer en copos, como la naturaleza de espejos que refracta la luz, como hacer una cita con la nada, encontrarte sin ella, sin ti. Llegar puntual para no verla, para no verse. El limbo, finalmente lo conoces. Eso salí a buscar aquella noche sin mí. Regrésame esta carta para cuando vuelvas de Las Malvinas y entenderé que no es el fin del mundo.

Texto protegido por derechos de autor (INDAUTOR)

Pasión por el ajedrez


Yuriria Rodríguez Castro


El ajedrez me apasiona, pero no sé jugarlo; al ver todas esas figuras simbólicas en incomprensible dualidad, las miradas clavadas en el tablero; la cantidad de horas invertidas en tomar una decisión, me recuerda que jamás he tardado tanto en decidir algo.

El dominó es algo distinto, lo juego muy bien y desapasionadamente, casi con sólo arrojar las fichas al tablero puedo ganar, es mucho más intuitivo y escandaloso; lo practicamos aquellos que no tuvimos una formación demasiado intelectual. En él, casi siempre vencí por ser peor y rodearme de los peores; mis adversarios eran sucios, fumaban y bebían mientras arrojaban con desprecio la mula de seises, después de carcajearse y eructar. Cuando escuchaba esos rectángulos de marfil chocar entre sí, era el momento de la violencia calculada: cuadrar, cerrar, ahorcar, pasar para dominar. Todo por el efímero placer de un juego repulsivo.

Ahora, mi memoria está llena de jugadas, no de tácticas; de circunstancias, no de estrategias; cuento lo que hay, no calculo lo que puede ser, por eso no sé ajedrez. Pero cuando veo esas figuras defender erguidas la dignidad de su pieza más frágil: el rey, me dan ganas de abandonar las insulsas “manos” donde yo iniciaba y terminaba todo. Una de estas noches (porque el dominó es juego nocturno) cuando esta pasión me haya vencido; si caigo en un tugurio, bar o cantina, ahí donde hasta los inconscientes borrachos pueden jugarlo todo, les llevaré un alfil negro a los perdedores.


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