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Su editora desde 2009, Yuriria Rodríguez Castro.



miércoles, 18 de noviembre de 2009

Los libros y el sexo

Imagen: El País.

Cuando comencé a devorar libros en las calles, también devoré mujeres. Algunos los acabé con mis ojos y manos, los leí, los ensucié con notas y nombres; con lecturas que esperaba leer y no con lo leído. Incluso maltraté y desprecié algunos. Me di ese lujo que sólo la juventud se puede dar.
Otros libros corrieron mejor suerte: los leí poco a poco, disfrutando con placer la carente ansiedad y el tardío gozo de retener las palabras leídas como una muerte eterna. Otros más los abandoné, no pude seguir leyéndolos, o no me gustaron, o fue tanto el gusto que no pude seguir; me enloquecían, eran perturbadores, fatales.
Algunos, de tanto cuidarlos los perdí sin haberlos terminado o cuando ya iba por la segunda lectura. Pero hubo libros que acaricié, olí y con ansiedad terminé en horas o breves días de largas duermevelas. El olor de un libro nuevo, como el de una nueva amante me encantaba: compré libros iguales de ediciones diferentes por el gozo de lo nuevo. La conformación de su tipografía, la portada, el papel, el encuadernado, cambia al libro igual.
Pienso en el escritor Roberto Bolaño, en cómo sus libros tratan sobre otros libros, jóvenes homosexuales y mujeres que han perdido su virginidad. Mi adolescencia fue parecida. Tuve libros y mujeres.
A mis manos llegó algún libro que no abrí si quiera y lo perdí.
Con las mujeres me ha pasado igual que con los libros. Una de ellas me regaló un separador de madera tallada. Fue el único regalo que me hizo. A ella no llegué a hacerle el amor y el separador lo perdí en alguna borrachera junto al libro que separaba. Me acuerdo del separador y no del libro. Me acuerdo del separador y de ella, que al irse sin dejarme saber si me amó, la perdí también y compré un libro nuevo. Terminé el libro y no la olvidé.
No terminé la lectura ni le hice el amor aquella tarde en que ella abrió su armario y me mostró las cenizas de su padre observándonos en el lecho.
Luego, ya no leí con la misma desesperación que en mi adolescencia, comencé a leer sin compromiso de nada, a tomar libros por curiosidad, por ocuparme de algo; sin esperar de ellos la locura de entonces. Tampoco escribía ya. Destruí todo lo que había escrito; no discriminé poesía, ni cuento, ni siquiera el comienzo de algo que quería ser novela. Escribir para mí, iba emparejado con leer y renuncié a las dos cosas. A las mujeres no pude, pero me alejé durante años. Me acerqué de nuevo por ocio, por deseo, por curiosidad. En desapego me acerqué. Con la barrera del dolor me acerqué. Y en esa distancia que ponen mis ojos con lo leído, me enamoré otra vez, aunque lentamente ahora, como un elixir que se bebe en pequeñas dosis y no en grandes tragos como antes. Amé de nuevo, despacio, al libro y la mujer. Los amé a los dos. Dejé las sustancias prohibidas, regresé al estudio. Comencé a poner puntos finales, a cerrar, a concluir. Me hice adulto. Cumplí 30. Me hice estable y todo se quedó en mis manos. Los libros y la mujer.


Yuriria Rodríguez Castro
Noviembre de 2009.

(Los textos aquí publicados están protegidos por derechos de autor)

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