Este blog no tiene sucursales...

Este blog no tiene sucursales, no se deje engañar...

Evite imitaciones y plagios que proyectan falta de creatividad; nadie más le ha hablado ni le hablará de la entrepierna como nosotros lo hacemos. Somos los pioneros en este concepto, no se separe, no deje de estar entrepiernado con nosotros. Es un gusto...



Su editora desde 2009, Yuriria Rodríguez Castro.



lunes, 6 de septiembre de 2010

Baraja

Revuelven y se escucha el crujir de las cartas, es como una marcha reprimida con el manifiesto de nuestra generación que no se ha escrito aún, pues solo tiene rabia que expresar y el rencor no pide justicia. Basta ir a un Casino para que jóvenes con estudios de bachillerato o profesional te repartan las dos barajas ocultas. Ellos no arriesgan.

El gusto por las mujeres y el humo se agolpan entre luces y gestos. El pokar me gusta porque se juega para perder.

¿De qué sirvió esa década previa en la que acordamos caer todos al mismo tiempo para encontrar un abismo?, no encontramos nada y no nos solidarizamos ni de camino al vacío, ni si quiera encontramos un nombre que nos definiera como sociedad de fin de milenio. ¿Para qué tantas charlas con pastillas y marihuana?, ¿para qué producir una mezcla narcótica de todas las eras psicotrópicas, si seguimos jugando a acomodar la suerte?

Reparten: el salón respira y los jugadores como gatos me hablan desde el interior con sensuales movimientos. Se ocultan lamiéndome la sien tras fumar opio.

La mayoría se adelanta a jugar sus cartas, es la paciencia lo único que destruye al enemigo, los que no aceptamos mostrarnos optamos por la furia contenida; los que sí, decidieron celebrar la rabia desde la conformidad y la indiferencia; desde la cámara lenta del Casino.

Ningún movimiento me delata esperando cada carta: ¿cuantas veces te dije que nos habíamos encontrado por casualidad y me dejaste pasar al ver que lloraba al pie de la escalera que conduce a tu departamento? Venía de jugar, oliendo a las mujeres del salón; aquel oscuro luminar de artificios eran mi coartada; el sitio en el que ni la ciudad ni tú podían evitarme.

Fíjate lo que me queda hoy de lo que jugaba entonces, ni la mitad de la rebelión que aposté ese día cuando llegué gritando que te amaba y después, me senté a esperarte en la oscuridad. Ahora estoy mirando lo que odiaba sin combatirlo más, dejando pasar las manos de la baraja.

Sigo a un hombre que espera a la puerta del Casino. Hace rato que vengo a esta mesa para olvidar la máscara del azar y el oscuro rostro del que juega. Era un jugador como yo y hoy lo he visto que camina como un indigente, su mundo es el de los desperdicios y la fantasía tan lejana de lo real que es felicidad pura. El hombre siempre lleva con él un carro alegórico construido con basura tan armoniosamente ordenada, que se nota ha dedicado tiempo a combinar colores y lograr composiciones abstractas de objetos que recoge o roba por una suerte de atracción estética. Es tan bello lo que carga y trae puesto, que la basura luce limpia, no como el impuro caos; el se cansó de la suerte, del delirio y pone orden armonioso.

En el salón de juegos, todos se entusiasman con perder, por eso ya sabes lo que pienso de esos seres que comen poco o comen mal y aún así eructan en señal de satisfacción; lo mismo que pienso de aquellos que gritan de placer a media noche, que estrechan sus manos o salen a correr por las mañanas. Los que van al gimnasio o forman parte de un club, los que van a la Iglesia, los que se toman la foto en las reuniones, los que se ponen de acuerdo, los que tienen rutinas; insisto: los satisfechos, ellos sin excepción, son mis enemigos porque solo ganan.

Y los conozco bien, son predecibles, tanto como que va a anochecer y luego abrirá el día, ellos siempre indican la ruta, saben a dónde van porque no tienen a dónde ir. Checan tarjeta puntualmente, se colocan tras el aparador, despachan a toda velocidad, toman el mismo autobús de regreso y el paisaje es una imagen fija. Son inalterables, indiferentes, tramposos, creyentes, imbéciles reconocidos y aprobados.

Por fin entiendo a Pessoa y su envidia por los mendigos. Cuando vi a ese hombre y le miré los andrajos que portaba como el traje de un rey pleno de poder. Cualquier satisfecho habría envidiado esa seguridad y esa presencia.

He visto su basura y es una colección de pérdidas, de fracasos celebrados en la mesa aterciopelada. Me persigue el hombre o su imagen, ya no distingo; pero lo veo trazar un camino con las cartas: jotos, reinas, tréboles. Tiene un as que al extraviar en pleno juego provocó mi ruina. Sudé vértigo, ese frío invasor que te recorre cuando sabes que te estás rindiendo. Fue que por un instante pensé en renunciar, formar parte de alguna muy bien estructurada simulación, de alguna cofradía secreta. Pero por fortuna la soledad venció al miedo y no mordí ese anzuelo. No te estaría escribiendo si no hubiese triunfado, si es que formara parte de una luminosa revelación. Todavía me gusta este hosco agujero donde me basto y sobro para contar las tinieblas, para prender la luz, a efecto de tallar mi corazón con una piedra.

Se descubren las cartas.